“El peor enemigo de la Ciencia está en su interior”

Joaquín Sevilla y Juan Ignacio Pérez Iglesias. // Iñaki Aldaz / SINC

Jesús Méndez / Agencia SINC

“Con el nombre de los males de la ciencia queremos referirnos a problemas, comportamientos y situaciones indeseables que se producen en el mundo de la ciencia”. Así definen el título del libro homónimo sus autores: Juan Ignacio Pérez Iglesias —catedrático de Fisiología en la Universidad del País Vasco y director de su Cátedra de Cultura Científica— y Joaquín Sevilla, catedrático de Tecnología Electrónica en la Universidad Pública de Navarra.

Publicado por la editorial Next Door, el libro pretende poner sobre la mesa muchos de esos males, asumiendo que “los verdaderos enemigos de la ciencia son las malas prácticas, la burocracia, el fraude, la discriminación por la causa que fuere, los malos usos de la ciencia y demás miserias”. Hablamos con ellos sobre varios de estos problemas y sobre posibles soluciones.

La primera pregunta es directa: si pudierais elegir un solo mal de la ciencia que solucionar, ¿cuál sería?

Joaquín Sevilla (JS): Yo lo que haría sería desvincular la medida de la producción científica con la publicación de resultados. Esa vinculación ahora mismo es excesiva y es una fuente de muchos de los males que aquejan a la ciencia.

Juan Ignacio Pérez Iglesias (JIP): Sí, yo iría en la misma dirección. La idea es desvincular el mérito —entendido como sistema para lograr acceso, promoción o financiación— de la cantidad de publicaciones.

En el libro decís que la ciencia es sólida y frágil al mismo tiempo. ¿Cómo casan estos dos conceptos?

JIP: Es sólida en el sentido de que se basa en la curiosidad y en la ignorancia, y estos son atributos humanos que no van a desaparecer: siempre habrá personas con curiosidad dispuestas a hacer ciencia. Y es frágil porque tiene adversarios culturales y políticos que se alimentan unos a otros. Un ejemplo, y hay muchos, son los intentos de Trump para doblegar al estamento científico durante la pandemia o con el cambio climático. Hay grandes intereses que pueden enfrentarse a los resultados que proporciona.

La ciencia es un sistema de conocimiento fructífero a pesar de todo, que saca a la luz verdades a veces incómodas y que está sometida por tanto a posibles ataques.

Para desarrollarse adecuadamente, la ciencia debe trabajar en un clima de confianza. Sin embargo, cabría pensar que desvelar sus males puede minar su credibilidad. ¿Qué ventajas y qué peligros veis en criticar su funcionamiento? ¿Hay un equilibrio deseable?

JS: Este es un temor que teníamos. Yo recuerdo haber visto esa reacción cuando el médico Ben Goldacre publicó su libro Mala Ciencia. Muchos divulgadores lo criticaron porque podía dar alas a los negacionistas de la ciencia. Sin embargo, a mí me parece lo contrario. Cuando salen a la luz episodios como los de la industria del tabaco o del azúcar, que escondieron algunos informes y alimentaron otros, son más deslegitimadores si son denunciados desde fuera. Ahora bien, eso no significa poner constantemente el dedo en el ojo hablando únicamente de malas prácticas que no son representativas del mundo de la ciencia.

JIP: El sistema científico es intrínsecamente transparente. Si no lo fuera, no funcionaría. De hecho, es necesario que así sea para que los hallazgos se puedan contrastar. Las perversiones van a acabar saliendo a la luz y yo prefiero que sea un científico quien hable de ellas abiertamente a que vengan personas con intereses anticientíficos del tipo que sea a hacerlo por nosotros. Pero es cierto que es una tensión difícil.

Joaquín Sevilla. // Iñaki Aldaz / SINC

Sin embargo, en el libro decís que la principal amenaza puede estar dentro.

JS: Sí, decimos que el peor enemigo de la ciencia está en su interior porque es lo que podría acabar con los mejores valores del conocimiento científico. Un ejemplo: si empezamos como colectivo a aceptar resultados a partir de muestras cada vez más pequeñas, acabamos publicando cosas menos fiables y reproducibles para mantenernos en el sistema. Hacemos un simulacro de ciencia y dejamos de lado su auténtico objetivo, que a pesar de cómo suena, es buscar la verdad. Ese peligro es más grave porque si se hacen las cosas bien, y a pesar de los enemigos externos, con el tiempo la ciencia tiene las de ganar.

La ciencia aspira a la objetividad, pero a la vez es provisional y está en constante revisión. Al mismo tiempo, y como decís en el libro, es una construcción social a la que el consenso le da fuerza. Mirándolo desde fuera, ¿no es lógico pensar que eso esconde subjetividad y posibles intereses?

JIP: Es que esto es muy difícil, el problema es pretender hacerlo fácil. Es cierto que son debilidades, pero en el fondo entrañan una fortaleza. Aceptar la provisionalidad de un conocimiento siempre te va a quitar fuerza ante una controversia, pero debemos asumirla porque es lo mejor que tenemos. Si hay una disciplina que no ha cambiado en los últimos 150 años, esa es la homeopatía. Y el consenso es muy importante, entendido como un fenómeno emergente: implica que no se trata de una conjetura o un descubrimiento individual, sino que emerge del conocimiento compartido por muchas personas que trabajan en disciplinas diferentes y que llegan a un modelo en el que se han puesto de acuerdo. Esto tiene un valor enorme.

JS: Eso es muy importante, porque no se trata de cualquier consenso, no es una negociación: está basado en las pruebas aportadas por diferentes profesionales. Y no siempre se alcanza. Esto hablando en términos generales, porque puede haber casos concretos más resbaladizos donde los intereses pueden jugar fuerte.

Al hilo del consenso, cada vez parece que está más asumido que la ciencia “la hacen personas” y que, por tanto, pueden arrastrar sus sesgos. Un ejemplo es la visión del papel de la mujer en los estudios de evolución humana o su infrarrepresentación en muchos ensayos clínicos. ¿Qué debería hacerse para mejorar la situación?

JIP: Todos tenemos nuestros sesgos, y de lo que se trata es de limitar al máximo su efecto. Precisamente porque existen es tan importante que haya diversidad dentro del sistema científico y en los equipos. Que los sesgos se enfrenten y con ello se aniquilen. Hay que conseguir una intersubjetividad, ese punto en común entre diferentes subjetividades, que es la mejor garantía de que el conocimiento alcanzado vale.

Volviendo al tema de las publicaciones científicas: cada vez está más puesto en cuestión por su valor excesivo —que ha llevado al lema “publicar o perecer”— o por que sea decidido por unas pocas personas —un editor o editora de la revista y dos o tres personas expertas en el tema—. ¿Cómo mejorarlo sin caer en una excesiva subjetividad?

JS: Es que en mi opinión lo que hay que hacer es introducir cierta subjetividad, que no quiere decir arbitrariedad. Ahora mismo prevalece el concepto de seguridad jurídica frente al de la mejor selección posible. Estamos en un camino de perversión donde lo que importa no es la buena investigación, sino la publicación. Pero es difícil: si tuviera la solución no habría escrito un libro, sino un proyecto de ley [ríe].

JIP: En general, lo mejor es enemigo de lo bueno. No se trata tanto de eliminar completamente los criterios bibliométricos como de ponderarlos debidamente. Pueden usarse para hacer una selección previa y luego añadir otros criterios, siempre que luego seas capaz de explicar tu decisión.

Por otro lado, es que el sistema de publicaciones actual es malo. Entre otras cosas porque muchos de los mejores científicos ya no aceptan hacer revisiones o se las encargan a personas de su equipo más inexpertas. Un dato muy interesante es que los artículos que se publicaron al principio de la pandemia en repositorios [sometidos al escrutinio pero sin revisar en un principio por otros expertos] han acabado siendo igual de buenos o malos que los publicados por las revistas.

Creo que es concebible un sistema basado en estos repositorios abiertos, pero hay que ver qué pasos dar para lograr desvincularse de la tiranía de las publicaciones de las grandes empresas, que parasitan el sistema científico y que han hecho girar en torno a ellas todo el entramado profesional. Hay gente pensando en esto, vamos a pensarlo entre todos.

Juan Ignacio Pérez Iglesias. // Iñaki Aldaz / SINC

En ese “publicar o perecer”, y así lo recogéis en el libro, parece que solo valen los resultados originales y positivos. Pero hay proyectos financiados en base a hipótesis bien hechas y métodos apropiados que luego no dan los resultados esperados y son difíciles de publicar, lo que genera mucha ansiedad.

JIP: Sí, los resultados negativos también tienen mucho valor. Es necesario y creo que no sería difícil dar pasos para normalizar su publicación. Es otro de los problemas de depender del sistema de revistas científicas.

JS: Claro, porque no atraen tantas lecturas, pero son muy importantes. A veces pienso que debería haber algo como en los periódicos, una sección con necrológicas de hipótesis.

Esa presión por publicar es una de las causas del problema de salud mental que hay en la ciencia, un elefante en la habitación del que cada vez se habla más. Otra es la escasez de plazas y la dificultad de establecerse en la carrera científica. Algo que, por mucho que mejore la situación, siempre se va a dar en mayor o menor medida. ¿Cómo paliar esta situación?

JS: Sí, es un problema que siempre ha existido, aunque en las dos últimas décadas ha habido un mayor embolsamiento y ha crecido la tensión. En mi opinión, una salida natural debería ser hacia la empresa.

JIP: Yo creo que no debería haber tantos compartimentos estancos. El doctorado no debe ser visto solo como un camino para llegar a la universidad, tiene que ser algo valioso también fuera de ella: para la administración, para la enseñanza, la comunicación o la empresa. Aunque es cierto que no hay suficientes facilidades para que los doctores hagan empresas, y eso es algo que depende mucho del entorno institucional.

¿Cómo creéis que ha afectado la pandemia a la reputación de la ciencia? ¿Dónde la ha dejado respecto al pedestal en el que parecía estar?

JIP: No sé en otros países, pero creo que, al menos en España, se le tiene respeto y que ha quedado en una posición similar a la que tenía antes. A pesar de lo que se haya dicho, los porcentajes de vacunación son tan altos que constituyen la mejor prueba de confianza, son la mejor encuesta de opinión.

Los autores, después de la presentación del libro en Pamplona. // Iñaki Aldaz / SINC

Ya para acabar: en el libro habláis de muchos otros problemas, como los casos más o menos graves de fraude científico o los problemas de reproducibilidad de muchos estudios. Sin embargo, lo empezáis tratando los valores de la ciencia y lo acabáis con las iniciativas que hay para solucionar sus males. Parece que, en el fondo, sois optimistas. ¿Es así?

JIP: Sí, porque la comunidad científica es consciente de que hay problemas que se deben resolver. Y de que eso irá en beneficio de la gente dentro del sistema. Todo ello sabiendo que nunca va a haber un sistema ideal, y que cuando se solucionen unos problemas aparecerán otros nuevos.

JS: Sí, creo que es importante recalcar que las vías de solución que están en marcha las han propuesto científicos. Nosotros nos hemos limitado a recopilar los problemas y las propuestas de solución que ya estaban sobre la mesa. Eso te hace ser optimista, porque no es algo que se esté negando como comunidad.

JIP: Nuestra intención con el libro era generar debate. Entre otras cosas, nos preocupa que hay cada vez más una divulgación antipedagógica, que no transmite la verdadera naturaleza del conocimiento científico, su provisionalidad y su carácter humilde. Y puedes cargarte el sistema a base de una alabanza extrema.

JS: “La ciencia dice” es una expresión peligrosa.

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