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OPINIÓN | 'Una juventud frustrada', por Enric González

#MeToo hice 5D silencio

Pedro Sánchez, durante su comparecencia para anunciar que sigue como presidente del Gobierno.

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Quo usque tándem abutere patienta nostra? (¿Hasta cuándo abusarás de nuestra paciencia?). Esta es la famosa y recurrente cuestión que el senador romano Marco Tulio Cicerón formulaba retóricamente al traidor Catilina –en su discurso ante el Senado– para denunciar su traición a Roma, un día de noviembre del año 63 a. C. Dos milenios y pico después, hoy resulta más que oportuna la pregunta que, legítimamente, puede formular la ciudadanía española a su clase política, después de los acontecimientos de los últimos días que no han sido más que la consecuencia natural de una degradación progresiva del debate público en los años recientes, exponencialmente acelerada por efecto de la perversa desinformación; ese fenómeno que provoca la infodemia, a base de bulos, maledicencia y populismo, y que es una mezcla letal para las democracias. Es la peste del siglo XXI, que amenaza al mundo occidental y está infectando también a España.

El presidente del Gobierno -lamentablemente, un poco tarde- hace apenas una semana que ha caído del caballo, cual Pablo de Tarso, tras algunos años de flagrantes vulneraciones de los principios más elementales de las reglas de juego de la política española, incluido el chantaje afectivo a través del uso de la vida privada como arma ofensiva entre adversarios (no hablamos de los delitos de familiares, que eso ya se solventó con Juan Guerra). Porque habíamos normalizado que las mentiras descaradas en el discurso político y el espionaje al adversario no tenía un significativo reproche social; el insulto era moneda corriente y las injurias habían descendido a la categoría de grosería y la vulgaridad más despreciable, incluso en sede parlamentaria. Mucho antes de esta primavera, toda esa amalgama pestilente de odio ya había transitado desde las Redes Sociales al Parlamento, con Madrid como territorio de avanzadilla, sin que se pueda descartar la contaminación futura a otras comunidades. 

Desde el periodismo, el mundo de la cultura y la universidad se dio la voz de alarma sobre los efectos envilecedores y perversos de la desinformación, hace más de una década, cuando conocimos sus consecuencias en elecciones de otros países o el Brexit del Reino Unido. En el año 2020, las predicciones se confirmaron con una alerta ineludible ante las graves consecuencias que el fenómeno tuvo para la vida y la salud de las personas durante la pandemia. En los cursos de verano de la Complutense, expertos en comunicación como Manuel Castells, filósofas como Astrid Wagner o periodistas como Lydia Cacho confirmaron nuestros peores temores.

Las autoridades europeas han estudiado y legislado para atajar estas modernas amenazas a las democracias que integran la UE, aunque siempre por detrás y más lentamente que la velocidad a la que avanzan tanto las grandes plataformas como las empresas tecnológicas y los recursos de la industria de la desinformación, que han adquirido ya una envergadura imponente al servicio de quien la quiera pagar, sean estados, grupos políticos, contendientes o particulares. España debe ser diligente y seguir los pasos de las leyes europeas para atajar esta amenaza ya sobradamente diagnosticada.

Pero no es sólo cuestión de tecnología. Es la sociedad misma la que ha cambiado y también sus valores, contagiada por esta peste que afecta a los niños y adolescentes, acosa y violenta a las mujeres, abandona y humilla a los más vulnerables desde distintos puntos de vista y por diferentes cauces. Como consecuencia de ello, aumentan las enfermedades mentales, los suicidios y se multiplican los comportamientos antisociales, que pueden derivar en gritos o comportamientos racistas, manadas de diversas edades y localidades, enfrentamientos y acosos en la escuela, el trabajo o el partido político.

Ya está aquí. Ya ha llegado. Tenemos el resultado indeseado de este desarme ético que se evidencia por parte de las sociedades democráticas ante los cambios vertiginosos del inabarcable mundo digital. Le llamamos “trumpismo” en la política y tenemos múltiples ejemplos, incluida la propia sociedad norteamericana que corre el riesgo de repetir el esperpento. Sí, estamos locos.

Es a nuestra salud mental a la que ataca directamente esta peste del siglo XXI, que es la infodemias de bulos y maledicencias, preñadas de una despiadada violencia verbal. Está en las redes sociales (haters), en los colectivos sociales, laborales o sindicales y también, en los medios de comunicación. Afecta a todos y a todas. Nuestros políticos y políticas no son inmunes a ella, ya sea como agentes transmisores del contagio o como víctimas.

Al igual Sánchez, multitud de seres humanos y yo misma, lo confieso, también nos hemos sentido desoladas y dañadas por la maledicencia reiterada, que se convierte en especialmente dañina cuando adquiere publicidad, porque la ves en tu teléfono móvil, en el ordenador o en la televisión, multiplicando exponencialmente sus consecuencias traumáticas. Y, cuando el dolor resulta insoportable, el deseo de desaparecer o, al menos, alejarte del origen tóxico de tus males es algo natural. Yo también he recurrido al 5D (5 días de silencio) para curar mis heridas y poder seguir adelante. Con sinceridad, debo admitir que en ocasiones esa ausencia ha sido definitiva, como suele ocurrirnos a las mujeres que renunciamos a ciertas luchas en defensa de nuestras emociones. Seamos sinceros y reconozcamos que Sánchez se ha mostrado como un ser humano en estos días al hacer pública su vulnerabilidad con sus 5D¿Hay alguien que no lo haya vivido en algún momento? Casi nadie lo hace público porque el mundo premia a los que disimulan y permanecen impasibles.

“La mentira os hará libres”, ironizó Fernando Vallespín en un libro muy esclarecedor de mirada temprana al nuevo estilo político que consiste en construir una realidad a medida de intereses particulares o partidistas sin el menos respeto a la verdad. Existen tantos y tan sofisticados mecanismos para hacerla creíble y ser compartida por una parte del electorado que lo de menos es su verosimilitud. Pero los damnificados no son sólo números demoscópicos de la masa electoral; son personas particulares, individuos de una misma familia o grupo que no pueden dialogar ni entenderse al utilizar “marcos conceptuales” no compartidos. Así, la confrontación y la división están servidas.  

Es evidente que, con la radicalización política propia de los nuevos tiempos y una dialéctica grosera y violenta entre quienes nos representan, se han visto seriamente devaluados los valores democráticos que abrazó la sociedad española tras haberlos conseguido con tanto sacrificio, renuncia y generosidad derramadas por nuestros padres fundadores de la Transición, hace ahora casi medio siglo.

Que el presidente del Gobierno haya puesto sobre la mesa el cuerpo del delito y abierto un debate en la sociedad española hasta ahora despistada, no puede ser más que una buena noticia, aunque en lo personal se haya visto perjudicada su imagen de hombre poderoso al demostrar una debilidad que, en ciertos ámbitos, resulta inaceptable. No hay más que ver cómo ha redoblado la oposición la virulencia de sus ataques para saber que Sánchez ha dado una patada en el avispero. Ahora también es su responsabilidad pacificar la sociedad a la que sirve y ofrecerle soluciones factibles y eficaces, empezando por demostrar a quienes ejercen la radicalidad que eso no da réditos políticos.

Sigue habiendo una mayoría que quiere defender el respeto mutuo, la paz social y la buena voluntad en las relaciones entre diferentes; valores imprescindibles que preceden al acuerdo, el entendimiento o el compromiso como base de toda convivencia. Llamémoslo “consenso”, como hicieron en la Transición, y empecemos a caminar desde ese punto al que no debemos renunciar si valoramos los años vividos y disfrutados en libertad, con un estado de Derecho respetable y garantista que nos ha permitido superar peligros evidentes y afrontar retos manifiestos, en solitario o en compañía de nuestros aliados de la Unión Europea. 

Dice el psiquiatra Enrique Rojas que para ser feliz hay que tener buena salud y mala memoria. Nada mejor que atender a sus recomendaciones para encontrar un camino que nos permita superar la penosa crisis emocional actual, que indigna a todos y a todas por igual, aunque sea por motivos diferentes. Entonces, lo mejor es olvidar viejas rencillas, renunciemos al ajuste de cuentas y busquemos puntos de encuentro. Eso fue lo que hicieron los que construyeron la democracia en la Transición, aunque después les haya sido reprochada su generosidad por generaciones jóvenes que no padecieron los años de cárcel, las torturas, la falta de libertades y tantos derechos conculcados por la dictadura. Quienes fueron víctimas de tanto dolor renunciaron a la venganza para que ahora sus descendientes puedan protestar en las calles con las siglas que prefieran y después, regresar tranquilamente a sus casas para convivir en paz. Tomemos su ejemplo. Estoy viendo la sonrisa incrédula de quienes creen que esto es predicar en el desierto. Pero soy de la generación que escuchó a sus mayores decir que bajo los adoquines estaba la playa y que hay que soñar con la utopía para ser realista. 

Recordemos que después de un punto y aparte hay que empezar a escribir con mayúsculas. Hay que volver a lo grande, en generosidad y altura moral. De lo contrario, la operación se saldará con una mayor división y odio, más mentiras y maledicencias y los 5 días de silencio (5D) no habrán sido más que una baja laboral, un paréntesis. Por cierto ¿habrá pedido Sánchez la baja laboral? Claro. Revisen las bajas por depresión y verán el más grande de los MeToo hice 5D.

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